segunda-feira, 26 de agosto de 2013

Nino - por Roberto Gargarella


Aqui vai o prólogo escrito por Roberto Gargarella sobre a obra e legado de Carlos Santiago Nino e a sua convivência com ele durante mais de dez anos. O texto reconstrói as principais obras e momentos de Nino como Jurista, Professor, Pesquisador e sua atuação política para transformar a Argentina de então. Um texto lindamente escrito que ao reconstruir a carreira Nino também reflete o percurso do próprio Gargarella. SENSACIONAL!!!!

I

Al momento de ofrecerme la redacción de este prólogo, los editores del libro me incitaron a comentar la experiencia que tuve, junto con otros estimados colegas, trabajando con Carlos Nino durante casi una década, primero en la Facultad de Derecho, luego en el Consejo de la Consolidación de la Democracia, y finalmente en el Centro de Estudios Institucionales. Aceptando la invitación, en lo que sigue haré referencia a ese fructífero período –utilizando, por lo general, una voz colectiva- pero sólo a los fines de trazar un mejor perfil de quien fuera nuestro maestro y amigo.

Lo primero que diría es que, para todos los que colaboramos con él, Carlos Nino fue -y siguió siendo- una referencia crucial para nuestras propias vidas. Su proyecto nos resultaba excepcional, en el sentido estricto del término. Desde el punto de vista profesional, veíamos con cierto asombro el hecho de que -a pesar de las oportunidades que se le abrían en el ejercicio de la abogacía- Nino hubiera dejado de lado la profesión para dedicarse enteramente a la vida académica. Si la opción de vivir exclusivamente de la investigación y la docencia parecía difícil, en general, lo era aún más para quienes veníamos del derecho, ámbito en el cual la opción por una carrera académica de tiempo completo resultaba simplemente insólita.

Por otra parte, y en lo relativo a su carácter de teórico del derecho, la trayectoria de Nino llamaba nuestra atención, como estudiantes de la filosofía del derecho que éramos, por el valor que le otorgábamos al hecho de que él –junto con algunos otros pocos miembros del llamado “grupo Gioja”-[1] hubiese optado por vincular a dicha rama de la filosofía con problemas propios de la vida política cotidiana. En efecto, Nino fue de los más destacados miembros del grupo que eligió abrirse de los estudios de lógica jurídica entonces predominantes, para empezar a especializarse en cuestiones relacionadas con la ética práctica, la filosofía moral y la filosofía política. Tal decisión, que implicó una escisión significativa dentro del grupo de los estudiosos de la filosofía analítica, conllevó también una apuesta importante a nivel político. El país vivía por entonces momentos de dictadura y represión, que daban un sentido y un valor especial a la opción que ellos tomaban, y que implicaba aprovechar el instrumental y la potencia analítica de la filosofía jurídica para reflexionar críticamente sobre temas de interés público.

            Con el final de la dictadura y la llegada de la democracia, una parte importante de entre los miembros del grupo de “los filósofos” tradujo dicha opción teórica en otra de carácter directamente político. Varios de aquellos filósofos, entonces, establecieron lazos estrechos con el nuevo gobierno democrático, y en particular con quien pronto se convertiría en el nuevo Presidente argentino, el recordado Raúl Alfonsín. Ya con Alfonsín en el poder, Genaro Carrió comenzó a desempeñarse como presidente de la Corte Suprema; Eduardo Rabossi pasó a trabajar en la Secretaría de Derechos Humanos; mientras que Jaime Malamud y Carlos Nino se convirtieron en decisivos asesores de Alfonsín en todo lo relativo al juzgamiento de los líderes militares comprometidos con la comisión de abusos gravísimos. De esta colaboración resultaría el famoso “Juicio a las Juntas,” tal vez el legado más extraordinario que la Argentina dejó a la historia contemporánea.

            En este terreno más propiamente político, la trayectoria de Nino también nos resultó sumamente atractiva. Y es que, a pesar de la obvia inexperiencia –o torpeza- que uno pudo atribuirle a Nino en su paso por las cercanías de la política, lo cierto es que su actuación en este terreno nos ayudó a ver, y a reconocer como necesaria, una dimensión moral fundamental que la política debía asegurar en todos los casos. La política no tenía por qué ser –como algunos la describían, como algunos todavía la viven- un ámbito en donde se suceden meras disputas de poder; un espacio distinguido por los intercambios de favores, la compra y venta de decisiones y votos, caracterizado por el engaño y traición. No. La política también podía relacionarse con hacer justicia, pensar la igualdad, y defender las libertades más básicas.

            De manera notable, Nino mostró, en su paso por la función pública, una actuación consistente con sus ideales teóricos. El Consejo para la Consolidación de la Democracia se convirtió, bajo su dirección, en un órgano deliberativo, en donde se convocaba a puntos de vista muy distintos para discutir sobre temas de interés común. Luego, se procuraba llevar las discusiones más importantes al resto del país, en donde se volvían a poner a prueba los frágiles acuerdos a los que se había llegado puertas adentro. Nino fue, durante toda su gestión, un funcionario público de puertas abiertas, al que cualquiera podía acceder. Uno puede recordar entonces las convocatorias deliberativas que se hacían, al interior del Consejo, y que llevaban a que todos –todos- los integrantes del mismo, desde Consejeros Superiores hasta el personal de limpieza, se reunieran en la sala principal a escuchar y opinar sobre la marcha, posibilidades y dificultades que afrontaba el Consejo.

            Finalmente, creo que quienes trabajamos con él valoramos, sobre todo, las capacidades y actitudes de Nino como profesor y maestro. Rememoramos sus clases riquísimas, complejas, interminables, que inequívocamente excedían la hora de término fijada por la Facultad. Celebramos, todavía, el modo mágico en que transformaba (tal vez sin saberlo) una pregunta mala o meramente obsecuente en un argumento poderoso, agudísimo. En la Universidad especialmente, Nino ponía en plena acción al docente-filósofo convencido del valor supremo del diálogo. Para quienes lo acompañábamos en sus clases era fascinante escucharlo, entonces, comprometido en una discusión, nunca dispuesto a soltar el argumento, siempre decidido a seguir la discusión hasta el final, hasta que su contrincante –otro profesor de su categoría o un estudiante recién ingresado en la carrera, daba lo mismo- se declaraba vencido, quedaba persuadido por la retórica de Nino, o se rendía simplemente agotado.

De modo muy especial, todos nosotros veneramos –hasta llevarlo a la categoría de mito- al famoso “Seminario de los Viernes,” repetido año tras año tras año. Se trataba de un encuentro de puertas abiertas, que organizábamos en el Instituto Gioja de la Facultad de Derecho, y en donde leíamos y discutíamos, sedientos de conocimiento y curiosidad, los textos que Nino traía fotocopiados, como inmensos tesoros, luego de sus largos viajes por el exterior. En el mítico seminario, cualquiera podía entrar y participar libremente. Nino iniciaba cada sesión con extensos y complejos resúmenes del texto asignado, y luego todos pasábamos a discutirlo.

            Nino era para nosotros, entonces, un abogado que no ejercía la profesión, sino que se dedicaba a reflexionar sobre el derecho; un filósofo analítico que había abandonando la lógica jurídica a favor de la filosofía práctica; un asesor político cuya misión no había sido la de promover, como tantos, una política de amigos-enemigos, sino la de abrir para las teorías de la justicia un lugar en la política.

            Esa posibilidad de vincular a la propia vida con la vida de los demás –esta posibilidad de vincular lo personal con lo político- resultaba para muchos de nosotros extraordinaria. Nino era la promesa de una vida posible, en donde el lugar de trabajo no iba a pasar a ser el sitio de la degradación y alienación que Marx describiera en sus escritos tempranos, sino justamente lo contrario, un lugar de realización personal, en donde podíamos encontrar, o al menos creer, que lo que hacíamos tenía sentido, encerraba un valor público, resultaba relevante para la propia vida y la de los demás.

II

Uno de los hechos que más valoramos, del haber estudiado y colaborado con Nino, fue el de poder reconocer la cantidad de puentes que existían entre aquello que leíamos y discutíamos, y la política que entonces nos rodeaba. A través del estudio de la filosofía  contractualista de John Rawls aprendimos, por caso, que la política debía pensarse desde “el punto de vista de los más desfavorecidos” (una frase notable que, notablemente también, el presidente Alfonsín terminó repitiendo de modo insistente en sus discursos de barricada). En su “Teoría de la Justicia,” Rawls nos enseñaba que no había razones para considerar “justo” a un acuerdo que sólo fuera reflejo de la correlación de fuerzas dominante en un determinado momento –reflexión de enorme importancia, en nuestros años 80. Estudiamos entonces, también, teoría democrática, y desde allí entendimos que las normas no podían reclamar “validez” a partir de su mera “vigencia,” o por el mero hecho de contar con el respaldo de la fuerza. Las normas, para ser válidas, debían ser el resultado de una discusión entre iguales, y en la medida en que no lo fueran –y cuanto menos lo fueran- perdían valor democrático.  A partir de tales estudios aprendimos a reconocer el sentido de la deliberación pública; aprendimos que democracia era mucho más que votar; que para hacer leyes (válidas) no bastaba, meramente con que unas cuantas personas electas popularmente alzaran la mano al mismo tiempo; aprendimos que la participación política tenía un valor y un sentido que no eran meramente simbólicos o expresivos: aprendimos que la participación política no era un hecho meramente deseable, sino directamente una condición de la validez de las leyes dictadas. Por eso, también, desconfiamos de la ciencia política “realista” que le otorgaba el honorífico título de “democrática” a cualquier sociedad en donde se votara y se respetaran a grandes rasgos algún manojo de derechos básicos.

De modo significativo, aquella misma línea teórica –vinculada con la compleja idea de una “concepción epistemológica de la democracia”- fue, de manera no sorpresiva, la que utilizó Nino, y luego el Congreso de la Nación, para considerar directamente nula la autoamnistía dictada por el general de la dictadura Bignone -amnistía con la que se quiso favorecer a quienes habían cometido los peores abusos sobre los derechos humanos de la población. Otra vez, para todos nosotros, la teoría que estudiábamos ganaba vida y sentido. Teníamos la sensación de que hacíamos filosofía no por deporte o mero profesionalismo: hacer filosofía seguía siendo una manera de cambiar el mundo.

            Luego el igualitarismo. Todos los que trabajamos largo tiempo con Nino terminamos comprometidos con el igualitarismo político que conocimos leyendo a Ronald Dworkin o a Gerald Cohen. Vimos, entonces, de qué modo esa postura igualitaria era consistente con una teoría de la justicia como la de Rawls; a la vez que aparecía como precondición de la teoría democrática que pregonábamos. Cuál era el sentido, sino, de pensar en actores comprometidos con la deliberación, si ellos no tenían lo suficiente siquiera para subsistir? Cómo podíamos defender la centralidad del diálogo público, si no contábamos con ciudadanos que estuvieran de pie por sí mismos, en condiciones vitales, sanitarias, motivacionales, apropiadas, que los ayudaran e inspiraran a entrar en política?

            Estudiamos con cuidado la teoría consensualista de la pena elaborada por el propio Nino -una teoría enmarcada por principios básicos de justicia- y con ella empezamos a imaginar cuáles eran las formas de reproche que correspondían para quienes había actuado en violación grave de los derechos de los demás. Fueron este tipo de lecturas las que nos ayudaron a pensar y concebir el derecho como un medio por el cual aún el más poderoso podía verse en la obligación de sentarse en el banquillo de los acusados, como uno más, como cualquiera de todos nosotros.

Y finalmente, y sobre todo (al menos éste fue mi caso) estudiamos Ética y derechos humanos, un libro que resumió como ninguno de sus otros trabajos, lo mejor de las reflexiones de Nino sobre derecho, moral y política. Escrita en torno al principio de la autonomía personal, esta obra nos proveyó de defensas firmes contra las corrientes perfeccionistas y autoritarias tan comunes en el mundo académico, tan habituales en la historia constitucional latinoamericana, y tan propias de la vida política argentina. Desde entonces, nunca volvimos a discutir de la misma manera temas como los vinculados con la igualdad de género, los derechos de los homosexuales, o la defensa de las minorías culturales.

            Se trataba, en definitiva, de un cuerpo teórico robusto, consistente, con partes que parecían articularse sólidamente unas con otras, piezas que encajaban entre sí de modo casi perfecto. Porque defendíamos la igual dignidad de las personas y la autonomía personal, rechazábamos el perfeccionismo moral y el elitismo político. Desde allí montábamos una defensa particular de la democracia, basada en la confianza sobre las capacidades de la ciudadanía y la discusión pública. A la vez, la teoría democrática que propiciábamos demandaba precondiciones sociales muy exigentes, que nos llevaban a pensar en teorías de justicia distributiva también robustas. Como último recurso, considerábamos una teoría penal que no tenía como paradigmas al miedo y a la represión, sino a la reflexión y el convencimiento de aquel que era objeto del reproche colectivo.

            La buena noticia es que hoy, luego de varios años de la muerte de Carlos Nino, somos muchos los que seguimos convencidos de que en aquellas enseñanzas había  núcleos de verdad imperecederos. Por eso seguimos pensando que la política no es pura negociación a escondidas; que la democracia no es sólo votar; que la justicia penal no tiene que ver con “meter presa” a más gente; que la justicia social de ningún modo queda satisfecha cuando se distribuyen derechos como si fueran privilegios o dádivas.

Llegados a este punto, me pregunto, solamente, cómo podremos reconocerle, alguna vez, lo que aprendimos de su trayectoria como filósofo, como asesor político, como docente? En qué currículum podremos citar las conversaciones que teníamos en el Consejo para la Consolidación de la Democracia, o en el Centro de Estudios Institucionales, alrededor de la misma mesa, comiendo facturas, muertos de risa? No tengo dudas de que ninguno de nosotros, graduados aquí y en el exterior, con diplomas de esto y aquello, aprendió tanto sobre la moral, el derecho y la política como en aquellos días de discusiones irreverentes, interminables, inolvidables.


[1] Me refiero al grupo de filósofos del derecho que participó del siempre recordado seminario de Ambrosio Gioja, en la Facultad de Derecho de la UBA.


http://www.seminariogargarella.blogspot.com.br/2013/08/nino-prologo.html

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